Los mayores de nuestras familias tuneras recordarán este acontecimiento curioso y dramático del cual todavía se habla. Por eso traigo a mi blog este escrito de mi colega Miguel Díaz Nápoles para adentrarnos nuevamente en la historia.
Nunca he tenido presente el día que en Las Tunas,
ciudad del oriente de Cuba, cayó un diluvio de hielo del cielo, que
copó las calles de la entonces pequeña ciudad y llenó de terror a sus
habitantes. Solo ahora, que he visto en facebook una nota de mi colega Juan Morales Agüero, me detengo a pensar en la fecha: 29 de marzo de 1963, nada menos que 50 años de la llamada Granizada de Las Tunas.
No
obstante al tiempo pasado, y a mis escasos cinco años en aquella
jornada de estupor, recuerdo nítidamente cada momento de tan aciaga
fecha, en que la ciudad se enfrió por tanto hielo en sus alrededores.
Esa
tarde mi papá me llevaba de la mano hacia algún lugar que no preciso y
caminábamos de prisa porque quería llegar antes de que comenzara a
llover, pero cuando íbamos a unas cuatro cuadras de la casa, el cielo
estaba tan negro que metía miedo y ya las lloviznas comenzaban, por lo
que decidió regresar.
Recuerdo que me cargó para caminar más
aceleradamente, y corría hacia la casa por la tormenta que se avecinaba.
Yo, que le tenía –le tengo- un miedo inexplicable al viento, sentía una
sensación extraña ante la actitud de mi padre, y ya cuando llegábamos a
la puerta de la casa comenzó la lluvia.
Mi casa de la calle
Julián Santana, donde vivíamos mis padres, mi único hermano en aquel
entonces y mi abuela, tenía una puerta de dos piezas, alta, con un
postigo a la altura de mis ojos, y por las rendijas de esa pequeña
ventana comencé a mirar y veía cómo el viento doblaba los árboles que
estaban en el solar de enfrente, por lo que despavorido, corrí hacia el
cuarto, me acosté y me tapé cabeza y todo, pero sentía cómo en las tejas
del techo sonaban como piedras, que después supe eran aquellos granizos
que inundaron la ciudad.
Yo no preciso cuánto tiempo duró la
tormenta. Solo recuerdo que cuando escampó salimos al patio y una enorme
mata de anoncillos estaba caída de raíz sobre el brocal del pozo.
Entonces
salí a la calle, y enfrente, un señor nombrado Raquel, despejaba con
una pala la puerta de su casa colmada de hielo y la calle toda era
blanca, y los muchachos jugaban tirando pedazos de hielo de un lado para
el otro.
Por supuesto que por mi edad no supe de noticias por la
prensa, la radio y la televisión, solo sé que fue algo terrible, con
mucho viento, árboles y casas derrumbadas y que las calles estaban
llenas de curiosos que caminaban sobre el hielo.
Después fui
creciendo y escuchando las leyendas que se tejían sobre la Granizada de
Las Tunas, que pasó de una generación a otra, y cada vez que veo la
negrura en el cielo que la gente llama La Bayamesa, la piel se vuelve a
erizar ante la amenaza de una nueva y misteriosa tormenta de viento y
hielo. Gracias que nunca más ha pasado.
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