viernes, 29 de mayo de 2015

Educar nos toca a todos

Maria Elena Alvarez Ponce
Agencia Cubana de Noticias
“¿Qué se dice?” “¡Gracias!” En peligro de extinción está ese cruce de palabras o, al menos, cada vez resulta más raro asistir a la que sin dudas constituye una de las primeras lecciones de urbanidad, que de los padres debemos recibir y aprender, para toda la vida, los seres humanos.
Días atrás escuché a una vecina -bien educada y lejos ya de la adolescencia- declararse incapaz de “meter en cintura” a su pequeñín de año y medio, y clamar desesperada por la “llegada” auxiliadora del círculo infantil, pues ahí sí saben cómo tratarlos y enseñarles a relacionarse.
“La educación comienza en la cuna”, escribió José Martí y, que sepamos, salvo contados y lamentables casos, la cuna está en casa. Sin embargo, lo mismo que esa joven, muchos evaden sus responsabilidades o se las endilgan a terceros, tal y como se suelta una papa caliente o una pesada carga.
Incluso, la moda ahora -claro que entre los que pueden pagar por el servicio- es enviar al niño después de clases a una “escuelita”, y no porque necesite del repaso, sino para que lo cuiden, entretengan y ayuden con las tareas, mientras los progenitiores “adelantan” en casa o, todavía mejor, se relajan luego de un día agotador y estresante.

Si echamos un vistazo a los hogares cubanos, veremos que hasta en los “mejorcitos” las urgencias de la cotidianidad dejan cada vez menos tiempo real para la educación y comunicación afectiva padres-hijos, que es lo más importante. Y veremos desatención -si no abandono-, negligencia, mal manejo de situaciones, autoridad o tolerancia excesivas y otras pautas de crianza desatinadas.
Unos, por ejemplo, pretenden inculcar buenos modales a fuerza de gritos, golpes, castigos e insultos, fieles al bárbaro precepto de que “la letra, con sangre entra”; otros creen que la educación surge por generación espontánea y dejan “sueltos” a los hijos; para algunos resulta un lujo que no pueden darles, ocupados como están en traer dinero al hogar; y no faltan los convencidos de que es algo prescindible, puro melindre, y al niño dicen: “si te muerden, muerde, o mejor, hazlo tú primero”.
Asimismo, para nadie es un secreto que en la Cuba actual abundan las familias disfuncionales y conflictos que repercuten forzosamente en los pequeños, o de los cuales son sus principales víctimas; fenómenos, sí, como el alcoholismo, prostitución, delincuencia, o como la violencia doméstica, con sus múltiples formas de expresión, terribles daños y secuelas, y tanto más difícil de enfrentar, porque suele considerarse un asunto privado.
Jamás serán suficientes la gratitud y el elogio a la infinita obra de amor, justicia, salvaguarda y respeto conquistada por la Revolución para las niñas y los niños. De cuanto hemos construido para ellos y de lo hecho para preservar esa edad dorada que es la infancia, vivimos orgullosos y con sobrada razón, si atendemos a lo que ocurre en este mundo de locos.
Pero, que la satisfacción no nos lleve a la complacencia fatua ni a la cómoda postura de dejarlo todo en manos de un Estado que -sabido es- trabaja, resuelve, garantiza y vela, y al que, por ese camino, terminamos responsabilizando hasta por lo que nos toca. Solo así se explica que, para mucha gente, la familia apoya, pero para educar está la escuela. Craso error.
Ahora que junio llega y en sus primeras 24 horas -como cada año desde 1954-, Cuba celebra el Día Internacional de la Infancia, preguntémonos, qué deberíamos regalar a nuestros niños: los propios, los que por amados consideramos nuestros y todos, absolutamente todos los niños.
Juguetes, golosinas, un libro, alguna prenda nueva, un paseo. Hasta puede que alguien tire la casa por la ventana. A muchos se les va la mano en eso de querer complacer a la descendencia, darles todo, lo mejor, y aún así creer que es poco.
Y tal vez lo sea, porque tendríamos también que regalarles, no solo el primero de junio, sino cada día de su infancia, una versión menos imperfecta de nosotros, sus mayores.
Nadie puede desentenderse de la educación de un niño, por la sencilla razón de que los adultos somos espejo en el cual se miran, modelo que imitan. Y la afirmación de José de la Luz y Caballero, de que educar solo puede quien sea un evangelio vivo, debería servirnos a todos para comprender que, quizás como ninguna otra, esa misión precisa del ejemplo.
¿Qué amor y cuidados confiamos recibir en nuestra vejez de un hijo que creció viéndonos maltratar a nuestros ancianos padres? Valga esta pregunta como botón de muestra entre muchas, cuyas respuestas no harán sino reafirmar una verdad de Perogrullo: en nuestras manos está, de nosotros depende.
En esa edad temprana y decisiva en que se moldea el alma, enseñémoslos a ser buenos practicando el bien; alentemos a fuerza de virtudes la generosidad, el respeto, la solidaridad, el pudor, la cortesía, el amor a la vida -que mueve a cuidar todo lo vivo-, y las buenas maneras, que debieran ser las únicas de convivencia entre los seres humanos.
Seamos mejores personas y ellos lo serán también. Tan solo ese “tilín” de que habla el poeta, podría hacer la diferencia.

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