Maria Elena Alvarez Ponce
Agencia Cubana de Noticias
“¿Qué se dice?” “¡Gracias!” En peligro de extinción está ese cruce de
palabras o, al menos, cada vez resulta más raro asistir a la que sin
dudas constituye una de las primeras lecciones de urbanidad, que de los
padres debemos recibir y aprender, para toda la vida, los seres humanos.
Días atrás escuché a una vecina -bien educada y lejos ya de la
adolescencia- declararse incapaz de “meter en cintura” a su pequeñín de
año y medio, y clamar desesperada por la “llegada” auxiliadora del
círculo infantil, pues ahí sí saben cómo tratarlos y enseñarles a
relacionarse.
“La educación comienza en la cuna”, escribió José Martí y, que
sepamos, salvo contados y lamentables casos, la cuna está en casa. Sin
embargo, lo mismo que esa joven, muchos evaden sus responsabilidades o
se las endilgan a terceros, tal y como se suelta una papa caliente o una
pesada carga.
Incluso, la moda ahora -claro que entre los que pueden pagar por el
servicio- es enviar al niño después de clases a una “escuelita”, y no
porque necesite del repaso, sino para que lo cuiden, entretengan y
ayuden con las tareas, mientras los progenitiores “adelantan” en casa o,
todavía mejor, se relajan luego de un día agotador y estresante.
Si echamos un vistazo a los hogares cubanos, veremos que hasta en los
“mejorcitos” las urgencias de la cotidianidad dejan cada vez menos
tiempo real para la educación y comunicación afectiva padres-hijos, que
es lo más importante. Y veremos desatención -si no abandono-,
negligencia, mal manejo de situaciones, autoridad o tolerancia excesivas
y otras pautas de crianza desatinadas.
Unos, por ejemplo, pretenden inculcar buenos modales a fuerza de
gritos, golpes, castigos e insultos, fieles al bárbaro precepto de que
“la letra, con sangre entra”; otros creen que la educación surge por
generación espontánea y dejan “sueltos” a los hijos; para algunos
resulta un lujo que no pueden darles, ocupados como están en traer
dinero al hogar; y no faltan los convencidos de que es algo
prescindible, puro melindre, y al niño dicen: “si te muerden, muerde, o
mejor, hazlo tú primero”.
Asimismo, para nadie es un secreto que en la Cuba actual abundan las
familias disfuncionales y conflictos que repercuten forzosamente en los
pequeños, o de los cuales son sus principales víctimas; fenómenos, sí,
como el alcoholismo, prostitución, delincuencia, o como la violencia
doméstica, con sus múltiples formas de expresión, terribles daños y
secuelas, y tanto más difícil de enfrentar, porque suele considerarse un
asunto privado.
Jamás serán suficientes la gratitud y el elogio a la infinita obra de
amor, justicia, salvaguarda y respeto conquistada por la Revolución
para las niñas y los niños. De cuanto hemos construido para ellos y de
lo hecho para preservar esa edad dorada que es la infancia, vivimos
orgullosos y con sobrada razón, si atendemos a lo que ocurre en este
mundo de locos.
Pero, que la satisfacción no nos lleve a la complacencia fatua ni a
la cómoda postura de dejarlo todo en manos de un Estado que -sabido es-
trabaja, resuelve, garantiza y vela, y al que, por ese camino,
terminamos responsabilizando hasta por lo que nos toca. Solo así se
explica que, para mucha gente, la familia apoya, pero para educar está
la escuela. Craso error.
Ahora que junio llega y en sus primeras 24 horas -como cada año desde
1954-, Cuba celebra el Día Internacional de la Infancia, preguntémonos,
qué deberíamos regalar a nuestros niños: los propios, los que por
amados consideramos nuestros y todos, absolutamente todos los niños.
Juguetes, golosinas, un libro, alguna prenda nueva, un paseo. Hasta
puede que alguien tire la casa por la ventana. A muchos se les va la
mano en eso de querer complacer a la descendencia, darles todo, lo
mejor, y aún así creer que es poco.
Y tal vez lo sea, porque tendríamos también que regalarles, no solo
el primero de junio, sino cada día de su infancia, una versión menos
imperfecta de nosotros, sus mayores.
Nadie puede desentenderse de la educación de un niño, por la sencilla
razón de que los adultos somos espejo en el cual se miran, modelo que
imitan. Y la afirmación de José de la Luz y Caballero, de que educar
solo puede quien sea un evangelio vivo, debería servirnos a todos para
comprender que, quizás como ninguna otra, esa misión precisa del
ejemplo.
¿Qué amor y cuidados confiamos recibir en nuestra vejez de un hijo
que creció viéndonos maltratar a nuestros ancianos padres? Valga esta
pregunta como botón de muestra entre muchas, cuyas respuestas no harán
sino reafirmar una verdad de Perogrullo: en nuestras manos está, de
nosotros depende.
En esa edad temprana y decisiva en que se moldea el alma,
enseñémoslos a ser buenos practicando el bien; alentemos a fuerza de
virtudes la generosidad, el respeto, la solidaridad, el pudor, la
cortesía, el amor a la vida -que mueve a cuidar todo lo vivo-, y las
buenas maneras, que debieran ser las únicas de convivencia entre los
seres humanos.
Seamos mejores personas y ellos lo serán también. Tan solo ese “tilín” de que habla el poeta, podría hacer la diferencia.
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