Cuando niña tuve la dicha de saborear un exquisito plato que preparaba mi abuelo Renato Tur.
Consistía en un ovejo o carnero enterrado. Así lo nombraba él y como tal se hizo popular entre familiares y amigos que degustaban el sabroso manjar.
Claro que la inventiva no fue de mi abuelo. Tampoco supe cómo ni cuándo inició esta tradición familiar; pero constancia tenemos en fotografías y quienes compartían junto a nosotros pueden dar fe de ello y más de lo bien que se preparaba en su casa de la calle Ramón Ortuño, en esta ciudad de Las Tunas.
Siempre que había un acontecimiento en el hogar, por ejemplo una celebración de fin de año, o se recibía una visita, acomodaba un espacio de su taller de mecánico donde tenía listo una especie de horno bajo la tierra.
Los más jóvenes ayudaban con la pala en mano para profundizar un hueco de un metro, ya previamente definido con ladrillos en los laterales y el fondo.
Mientras, otros picaban en trocitos las carnes del ovejo y mi abuelo lo condimentaba como solo él sabía hacerlo.
Era así como fungía, con dotes de un excelente maestro de cocina, un típico chef.
En una sartén rectangular se acomodaban las porciones de carne, forradas con hojas de plátano. Una vez bien tapada se bajaba con sogas hasta el fondo del hoyo donde se prendía con fuego el carbón. Luego se enterraba y se mantenían las brazas ardiendo bajo tierra por 24 horas.
Transcurrido ese tiempo se sacaba y listo. El ovejo enterrado dejaba ese agradable olor que ahora casi percibo.
Recuerdo que la medida de mi abuelo para determinar su éxito era cogiendo una costilla del animal y si la carne desprendía sola, entonces la orden de “A comer” era inmediata.
Por cierto, no resultaba tan sencillo. Una zozobra sentíamos todos pensando si un día no salían bien las cosas. Imagínense si aquello quedaba crudo. Si la candela no era suficiente para llegar al punto de cocción… en fin. Pero, por lo general, la comida salía a pedir de boca.
Maldades nunca faltaron, como aquella ocasión en que un amigo de él a quien no por gusto, le llamaban Paco El Chivo, haciendo una de sus maldades le llevó la sartén con el ovejo incluido. Este señor, popular en Las Tunas y declarado compadre de mi abuelo, hizo que invitados y familia se quedaran con las ganas. No obstante, disfrutaron la fiesta y la jarana.
Ya mi abuelo murió; pero la tradición familiar se rememora. Mi tío Renatico fue un buen discípulo y aprendió de él el arte de la mecánica y la de chef, al menos en cuanto al ovejo enterrado se refiere.
Ahora que se acercan los días festivos de fin de año la nostalgia me convoca a compartir los recuerdos de esta tradición familiar.