Dicen que la hora del parto es una cita a ciegas en la que una madre
conoce al gran amor de su vida. Solo que este encuentro no es casual y entre descendientes
y progenitoras median muchos testigos, entre ellos, los obstetras, esas
personas maravillosas que se encargan del embarazo, el parto y el puerperio
(incluyendo la atención del recién nacido), además del cuidado de la salud
sexual y reproductiva de la mujer a lo largo de toda su vida.
Como suele suceder muchos de ellos NO recuerdan los rostros de quienes
asisten; es lógico si se tiene en cuenta cantidades de pacientes, tensiones
propias de esos momentos en los cuales
vida y muerte se debaten, instantes que parecen una eternidad, sea por
las alegrías compartidas o los consuelos ante lo inevitable.
Esos hombres y mujeres de batas blancas quedan grabados en el recuerdo
de muchas familias, son mediadores de vida y eso se agradece, máxime cuando
empeñados en cumplir su gran misión, se
agigantan ante el cansancio, las
preocupaciones y tantos otros problemas, en aras de que todo salga bien.
Cada madre que ve crecer sano al gran amor de su vida se siente en
deuda entonces con aquellos, cuyo nombre de profesión siempre resulta
complicado: los obstetras, que devienen invitados de honor luego en alguna que
otra fiesta de cumpleaños y los que por coincidencia contribuyen a la llegada a
este mundo de un hijo, de sus hermanos, primos y quién sabe cuántas
generaciones más.
En este día en el cual se les rinde homenaje se agolpan en la mente
muchísimas y conmovedoras historias, mientras un nuevo ser ve la luz, y los obstetras, desde su condición casi
anónima, deben sentirse regocijados.
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