El magisterio es la profesión que la mayoría soñó cuando era
pequeño. Desde la primera visita a la
escuela, en el intercambio con el ser inspirador de respeto frente al aula, ese
que por unas horas suplanta la función un tanto protectora de los progenitores,
quien enseña, guía y, en definitiva,
traza un paradigma.
De ahí que muchos en los juegos infantiles prefirieran siempre
desempeñar el rol del maestro, con pizarras improvisadas, tizas y hasta muñecos
que parecieran escuchar atentamente cada lección; la demanda de una respuesta
ante la más simple pregunta, y de vez en cuando, experimentar el regaño por una
supuesta distracción.
Y es que, luego de papá y mamá, los maestros son el ejemplo primero, Ellos
moldean una forma de actuar en consecuencia con lo que muestran. Los educadores,
en el sentido amplio de la palabra, enseñan; instruyen, no solo en conocimientos,
sino también en las formas de vida y en los valores que la enriquecen.
Aquellos que cumplen la honrosa misión de educar orientan a las nuevas
generaciones para aplicar lo que aprenden y motivan para amar, hacer lo propio
y enriquecerlo. De tal modo se traspasa
la línea del saber para abrir la del ser.
Llámese maestro, educador o profesor su obra deviene misión de
servicio. Quizás por eso siempre seguirá siendo el magisterio la profesión que
algún día quisimos ejercer. Solo que el ángel y la gracia de poder hacerlo no
alcanza a todos. Se reserva para seres privilegiados que ahora disfrutan con saberse
reconocidos y queridos por su inmensa obra.
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