Inmensos, oscuros y silenciosos, son los océanos, esa gigantesca masa de agua que ocupa dos terceras partes de la superficie del planeta Tierra y que son un elemento fundamental en la garantía de la vida para diferentes organismos vegetales y animales.
En ellos pienso este 8 de junio, Día Mundial de los Océanos, sitios en los que se reporta una extraordinaria cantidad de seres vivos, la mayoría conocidos por nosotros y mostrados en la televisión e imágenes impresas.
Otros son tan pequeños o tan raros que no los conocemos porque éstas son zonas prácticamente inexploradas por su profundidad, los peligros que acarrea y por la lejanía de tierra firme.
Pero, además de la vida que tienen en sí, que va desde bacterias microscópicas hasta la ballena azul, el animal más grande que se ha conocido, contribuyen a elevar las condiciones de la existencia humana.
De ellos extraemos abundantes alimentos como peces, moluscos y crustáceos, y también, energía marina y otros múltiples recursos, por ejemplo hidrocarburos, minerales y especialmente la necesaria sal.
Por eso la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió que, a partir del año 2009, se celebre el Día Mundial de los Océanos para crear conciencia en torno a esas áreas y para tratar de reducir y controlar la contaminación que procede de los buques que surcan esos espacios de un continente a otro.
Antes hubo una iniciativa de Canadá, en 1992, en la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro, Brasil, para recordar que somos los seres humanos los principales responsables de degradar los ecosistemas marinos mediante la explotación minera, el transporte, la pesca, tala de especies de árboles y la construcción de diferentes instalaciones en las dunas costeras.
Increíblemente, el mayor deterioro de los océanos proviene de tierra firme, donde se emplean fertilizantes y pesticidas, aceites y otras sustancias tóxicas, depositadas en el manto freático y arrastradas por los ríos hasta el mar, y luego, a las lejanas profundidades.
Una prueba está en las gigantescas islas de basura que flotan en nuestros océanos, de manera particular una que los científicos llaman el octavo continente, formada por cuatro millones de toneladas de basura flotante y descubierta en 1997 por el navegante británico Charles Moore.
Está cerca de Estados Unidos, entre California y Hawái, con una superficie de 1,5 millones de kilómetros cuadrados, tres veces la extensión territorial de España. Según los expertos, retirarla implicaría un coste elevadísimo porque se trabaja con toneladas de material tóxico y se requiere tecnología de punta, embarcaciones y tripulación especializada.
Ese y otros fenómenos parecidos lastiman la flora y la fauna marinas y, tal vez por su culpa un día dejemos de ver al atún, el tiburón, las ballenas y las poblaciones de merlín, representativas todas de los océanos.
Por Yenima Díaz Velázquez.
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